La reforma de la conciencia consiste enteramente en
hacer que el mundo tome conciencia de su propia conciencia, en despertarlo de
su sueño de sí mismo, en explicarle sus propias acciones. (…) Entonces quedará
claro que el mundo ha soñado desde hace mucho tiempo con algo de lo cual sólo
necesita tomar conciencia para poseerlo en realidad. Lo que se necesita sobre
todo es una confesión, y nada más. (…) Para obtener el perdón de sus pecados,
la humanidad solo necesita declararlos tal como son. Karl Marx.
Sobre lo que en otras ocasiones fuera lienzo blanco o caja negra y ahora es pantalla verde: u
n vacío nos arrastra a los vértigos verdosos de su caja
cerrada, por ser enmarque paradójico del infinito, hasta lograr el tiempo
impuro donde una actriz (Valentina Garibay) y dos actores (Benjamin Martínez y
Richard Viqueira), construyen la imagen anacrónica
del conocido Cine B, para estallar su potencia extraordinaria de defecto -ya
sea por bajo presupuesto o debido a la búsqueda experimental- rumbo a la
reflexión actualizada de todo tipo de pensamientos sobre la realidad del mundo
que hemos construido como sueño de pesadilla imbécil, presuntuosa y hasta ridícula,
cuando se la descubre en su brutalidad más pueril.
Anacronismo, entonces, que es dialéctica donde se recoge lo
que se pierde y, al mismo tiempo, sobrevive hasta nuestros días en tanto
operación del deseo. ¿Qué es lo que deseamos en la producción imaginativa de la
ciencia ficción, el western y las
películas de terror de la edad de oro de Hollywood o, incluso, hoy día? La
referencia al cine B permite la necesaria distancia para pensar en la imagen de
lo que somos, por causa de su compacidad misma en el proceso difícil de ver lo
que nos mira; de ser capaces de reconocer lo que se materializa de nosotros
incompleto y nos observa desde allí.
De este modo, la obra resulta un caleidoscopio de bocetos
rápidos y divertidos con que los actores se dan el lujo maravilloso de
reflexionar sobre el amor romántico, la repugnante grosería de las pretensiones
burguesas, la brutalidad animal que nos habita y la falsedad absurda de las máscaras
desde las que nos relacionamos entre nosotros, así en lo íntimo o en lo
público.
La reivindicación de lo kitsch, con su grotesca y chocante
exageración burlona hace el efecto crítico del humor ácido e irreverente que permite
la crítica despiadada de todo lo existente, cuando establece la distancia necesaria
para desfamiliarizar lo familiar, desnaturalizar lo natural y, así, estar en posibilidad
de extrañarnos sobre lo que hemos convenido como normal.
Ahora bien, las viñetas o cuadros que se van presentando en
el avance de la obra, son ingeniosamente tejidos por el personaje de un actor
de
motion capture, interpretado por
Benjamín Martínez, quien habla directamente al público para confesar las
frustraciones y los sin sabores de su labor en el cine, ante el hecho de que su
trabajo resulta siempre anónimo, escondido tras la máscara del monstruo, el
traje de zombi o en la relaboración de su presencia en mero holograma mediante
los avatares de la inteligencia artificial.
El personaje de Martínez se encuentra vacío, lo mismo que la pantalla verde, y sufre y se enoja porque no alcanza, ni
alcanzará, el deseado éxito de la fama y la popularidad que lo harían tan
feliz. Entonces, y ante la inteligente actuación propuesta por Martínez, quien
es actor de gran experiencia en el juego del humor sobre la escena, se hace
inevitable la risa catártica donde todos podemos confesar, junto con él, el mismo
estúpido pecado.
Por su parte, Garibay y Viqueira hacen una dupla generosa,
irreverente, multifacética y locuaz que anima la función con herramientas tan ricas como son
el albur en tanto doble sentido que se habilita desde el lenguaje especializado
de nuestras nuevas tecnologías, o desde el franco caló del barrio citadino desplegado en divertidas imágenes -por reveladoras- donde, una pareja de asaltantes
se encuentran con que todos los usuarios del transporte público son zombis que
van camino al trabajo.
No digo más, para no vender trama y porque me parece que
esta obra merece cerrar sus últimas funciones con el teatro lleno, así que
corran a la función de hoy o a las de la próxima semana. Ojalá que la
programación de los teatros de la Ciudad de México pudiera ofrecer mayor
difusión a los excelentes trabajos que, como Cine Z, se están presentando en
sus edificios teatrales.
Queda por decir que el Teatro Sergio Magaña es un recinto
extraordinario, no sólo por su programación, si no por ser arquitectura
histórica que alberga ocho murales del Michoacano Jorge Vicario Román, donde se
hace memoria nacional del proceso histórico de nuestra lucha de clases y que vale
mucho la pena ir a ver, también para colaborar a que los ojos de quienes son
encargados en su conservación, cuiden los muros y detengan las humedades que amenazan
nuestro patrimonio.
Fotografías de Verónica Albarrán
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