En el escenario hay una casa. Una casa que se asemeja, más bien, a una especie de jaula. En la mesa del comedor de esta casa-jaula, un hombre y una mujer, ya entrados en años, deambulan la conversación insulsa de un diálogo disociado, roto, absurdo. Imposibilidad de comunicación. Las palabras se encuentran vacías: -la sopa está desabrida- dice él, mientras ella contesta -quisiera tener alas-. La estructura del lenguaje habitual con que este matrimonio establece el cartabón de todos los días, ha sido vaciada hasta lo insípido, igual que la sopa sin sal. No hay ninguna prisa, tampoco trabajo que los ocupe, no queda esperanza. Quizá una, nada más: la de que, en otro lugar, lejos, muy lejos, existe la alegría. Pero, no, la televisión dice que allá afuera el mundo es terrible, sangriento, brutal. Qué suerte tenemos de estar aquí y no allá, dice él. ¡No te vayas! ¡Suelta la maleta!, le dicen los dos a su hijo, cuando el joven, ya de 35 años, intenta arriesgarse por primera vez a una vida fue...
Crítica de artes escénicas, artes visuales e interdisciplina.