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Rodeo en torno al Frankenstein de Netflix

La imagen en la pantalla ilumina a los personajes desde ángulos imposibles para la dinámica de la luz planteada por los interiores (puertas, ventanas, candiles, velas, etcétera). En general, mucha luz, luz blanca nebulosa atravesada por resplandores de un ámbar que no se difumina, al contrario, parece emanar de los cuerpos de los propios personajes o yuxtaponerse con el ambiente general, como una capa extra de pintura que no puede disolverse en el entorno, similar a las láminas de acetato cuando se acumulan sobreponiéndose en los viejos proyectores o en el diseño digital de las plataformas que hoy son de uso común. Esta luz prístina hace saltar los colores y nos recuerda los filtros de las redes sociales o el retoque a mano que solían hacer los pintores sobre los antiguos retratos de estudio. De este modo, la imagen cinemática se vuelve irreal en la superficie sin fondo con que brilla. Luego, la cámara se desplaza constantemente entre los actores, como si fuera un personaje que habita dentro de la historia; pero esto, sólo a veces. A veces sí, a veces no; a veces siguiendo a los protagonistas, a veces tras un personaje incidental del cual no volveremos a saber. Muchos cortes y cambios de eje, aunque la acción sugerida no se haya completado, como si la máquina que atrapa la escena huyera de la potencial atmósfera o no fuera capaz de encontrarla por un asunto de prisa, una búsqueda inconsciente de movimiento que nos mantenga atentos, un ansia de velocidad. También, me intriga la belleza del monstruo. No me refiero a la belleza de su espíritu, a la nobleza de su corazón, a su hermoso deseo de amor sincero. Sino a la belleza física que, si bien está marcada por las cicatrices de los trozos humanos de que proviene, las marcas, sin embargo, incluso parecen subrayar la armónica anatomía de los músculos bien definidos en el cuerpo alto, estilizado y bien proporcionado de la criatura. El personaje abyecto se asemeja a un súper hombre con rostro amable y atractivo. Me pareció que tenía un cierta semejanza con David Bowie o ¿con Miguel Bosé?; sin dudarlo, extrañé a Robert De Niro. Porque de este otro modo, el necesario contraste entre el grotesco del prodigio deforme y la delicadeza sublime de su alma candorosa, se suprime. En efecto, al resucitado entre los muertos se le persigue, se le teme y se le ataca, es cierto, pero en todo caso por una circunstancia de malentendidos y la constante traición de su creador. De este modo, la violencia de la humanidad ante lo extraño y lo diferente -propuesta por Mary Shelley en su novela- queda absuelta de toda culpa para pesar sobre los hombros de Víctor Frankenstein que, además, ha perdido el juicio en su deseo prometeico de saber más, o por el trauma del maltrato infringido a manos del médico erudito que fuera su padre. Casi se sugiere a la producción de nuevo conocimiento como potencial peligro que nubla el corazón de los hombres. Por otro lado, la situación de la guerra, la injusticia, la carencia de unos y la opulencia de otros -contexto que devela el origen de la brutalidad humana dentro de la novela-, aquí se propone como nota al margen o señalamiento apenas ilustrado en los decorados de la producción. Habrá que releer la novela de Shelley.






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