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EL ADIÓS de Mireille Bailly, traducción y dirección de Boris Schoemann

En el escenario hay una casa. Una casa que se asemeja, más bien, a una especie de jaula. En la mesa del comedor de esta casa-jaula, un hombre y una mujer, ya entrados en años, deambulan la conversación insulsa de un diálogo disociado, roto, absurdo. Imposibilidad de comunicación. Las palabras se encuentran vacías: -la sopa está desabrida- dice él, mientras ella contesta -quisiera tener alas-. La estructura del lenguaje habitual con que este matrimonio establece el cartabón de todos los días, ha sido vaciada hasta lo insípido, igual que la sopa sin sal. No hay ninguna prisa, tampoco trabajo que los ocupe, no queda esperanza. Quizá una, nada más: la de que, en otro lugar, lejos, muy lejos, existe la alegría. Pero, no, la televisión dice que allá afuera el mundo es terrible, sangriento, brutal. Qué suerte tenemos de estar aquí y no allá, dice él. ¡No te vayas! ¡Suelta la maleta!, le dicen los dos a su hijo, cuando el joven, ya de 35 años, intenta arriesgarse por primera vez a una vida fuera del nido. La historia de esta familia (así como de otra más que también se hará presente en la escena), sucede en Europa, pero, las ropas, los muebles y hasta el mantel plástico de la mesa, nos indica que muy bien podría acontecer aquí, a la vuelta, en la casa vecina. Entonces, dejé de pensar en Europa y en sus noticias, para escuchar la obra como eco de nuestra propia realidad íntima.


De este modo, la puesta en escena se construye a través de una serie de cuadros o viñetas que se separan entre sí por oscuros pronunciados en los que los actores intervienen la organización de los muebles de la casa-jaula. Sin embargo, y aunque cada escena puede sostenerse como una unidad en sí misma, todas desarrollan lo acumulado dentro de la acción dramática. Así es cómo, luego de haber planteado el tono cómico trágico propio del teatro del absurdo, los personajes y la situación van descoyuntándose hasta el grotesco y exagerado de la farsa violenta. En todo esto, muchas veces, el público no sabe si reír o no, pero, mira atentamente con una intención de pregunta suspendida en la mirada. El final es una danza donde se lanzan guiños a referentes de la expresión liminar entre el teatro y la danza; por ejemplo, el trabajo coreográfico de Pina Bausch.


Así, dentro de este delirio de encierro -aparentemente inexplicable, aunque se menciona mucho el conflicto económico-, todos los personajes están solos. Cada cual, como una mónada impermeable en su conflicto consigo mismo. Entonces, y a pesar del tremendo terror y la inercia enmohecida de una vida, donde, por lo menos la sobrevivencia está resuelta, el hijo del eterno adiós imposible (interpretado por Fernando Bueno), logrará hacer temblar las estructuras familiares y matar simbólicamente a sus padres, para encontrar el amor con otro hombre, muy parecido a él, de una familia muy similar a la suya, aunque con una circunstancia de bienestar financiero, que, de cualquier manera, parece no hacer gran diferencia en el planteamiento del conflicto humano propuesto por la obra.

De este modo, el trabajo actoral de Fernando Bueno transita en una tesitura muy distinta a la del resto de los personajes, cuando sufre hasta las lágrimas la problemática de su lucha interna, concentrando su mirada en el núcleo de la escena, para el esfuerzo de encarnar el fondo complejo de la lógica incoherente en la vida familiar. Por su parte, los actores de experiencia comprobada en su larga y fértil trayectoria, Alejandro Calva y Esther Orozco, que hacen de padre y madre, transitan entre la charla deshilvanada de su matrimonio y la atención ferviente al público sobre el cual quieren incidir con vehemencia. 


También, está la otra familia, como espejo de esta primera que hemos conocido y en la que Constantino Morán hace al patriarca empresario que es un padre supuestamente progresista, pero de inmoral lógica mercantil; mientras que Pilar Boliver desarrolla a una madre atenazada por la vida, que, sin embargo, lleva las riendas de las decisiones familiares. Finalmente, el hijo de este segundo clan, lo realiza Emmanuel Pavía con una presencia suave y candorosa, pero precisa y clara en sus intervenciones.

“El adiós” de Mireille Bailly, con la traducción y dirección de Boris Schoemann presentará sus últimas funciones de este año el próximo fin de semana, para retomar en enero del 2026, también en el Teatro Santa Catarina de la UNAM.




Fotografías: Verónica Albarrán

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