Primero, nos recibe Tlaloc -o antes, Piedra de los Tecomates- con su monumental figura de 168 toneladas y 7 metros de altura, que fuera trasladada por mandato del entonces presidente priísta, Adolfo López Mateos, un lluvioso 16 de abril de 1964, desde San Miguel Coatlinchán; a pesar de la resistencia organizada por los habitantes del mencionado pueblo de Texcoco: la población de Coatlinchán, de ancestral origen chichimeca y diestra en el trabajo de la piedra, consideraba aquel monolito, creado por la fuerza y belleza de su trabajo, como la deidad proveedora de riquezas, lluvias y buenas cosechas. Sin embargo, luego de la intervención militar por parte del estado, el ídolo monumental -que había permanecido enterrado desde los tiempos de la conquista y hasta el siglo XIX- hizo su tormentoso y difícil recorrido para levantar la pesada estructura de su roca, al centro de una pequeña fontana circular en la avenida Paseo de la Reforma y dar la bienvenida a los visitantes, mexicanos o extranjeros, que acuden a las exposiciones del Museo Nacional de Antropología.
Después,
entre los puestos de garnachas, los carritos de frutas con chile, limón y
enjambres de abejas zumbonas, y la graciosa vendimia de “changuitos miones”
para refrescar y alegrar a las niñas y niños que salen o entran del zoológico
de Chapultepec, un grupo de danzantes aztecas, ataviados con penachos de plumas
largas y vistosas, taparrabos de calaveras blancas sobre licras negras -para no
ofender los pudores de nuestra moralidad cristiana-, llevan pintadas las caras, los brazos y las piernas con trazos azules que recuerdan glifos y, en otros
casos, manchones negros de sudor, ceniza y tierra.
El grupo de
bailarines percute tambores, sopla el caracol y enciende fuegos sobre un pequeño
anafre, para lucir su danza de semillas de ayoyote atadas a los tobillos, frente
a la mayoría de extranjeros que se apresuran con la grabación de sus celulares,
pero, poco cooperan cuando la jovencita morena de sonrisa alegre y plumaje
anaranjado pasa la cesta para la cooperación voluntaria.
Luego, la
caminata por la explanada cegadora del sol en el asfalto, nos dirige a la
entrada principal del museo, en donde la policía se apresta a establecer “fila
india” para la revisión de bolsas, cangureras y mochilas.
Una vez que
se ha pasado por el detector de metales, del lado derecho y al fondo, ya se
organiza otra línea de cuerpos que, desde una hora antes o más, esperaba
ansiosa la entrada al Auditorio Jaime Torres Bodet. Las infancias de brazos o
en carriola inquietaban la estancia con algún grito quejoso o llantos
malhumorados por el aguante de la espera, frente al mural del oaxaqueño Rufino
Tamayo que despliega su dualidad abstracta sobre los opuestos y complementarios
de la cosmogonía náhuatl en el encuentro rijoso de la luz y la sombra, el sol y
la luna, la ferocidad del ágil jaguar en salto amarillo y la espiral verdeazulada
de la serpiente emplumada.
De este
modo, la línea se hacía más larga, mientras los niños bailaban sus ansias o
deambulaban deseosos. También el señor policía se impacientaba, exigiendo la
formación militar en columna por uno y reclamando que las botellitas de agua o
de leche se guardaran, lo antes posible, en las mochilas o pañaleras.
Casi unos 20
minutos antes de la hora de la función, vimos a uno de los actores llegar
apurado y cruzar entre la culebra que armaba el público para entrar al auditorio.
Poquito después, al diez para la hora, pudimos avanzar rumbo a la sala de
butacas, con aforo para 360 personas, que se llenó por completo.
El teatro olía a madera por las paredes cuadriculadas con pequeñas vigas en organización
desigual y bien pensada para evitar la reverberación de los ecos que impiden la
escucha nítida.
Una vez dados
los avisos de protección civil y en la segunda llamada, alcanzamos a escuchar
aullidos y ruidos de selva del otro lado del telón rojo; lo que nos hizo imaginar
el misterio universal que nos sería develado a continuación. Sin embargo, el
telón nunca se abrió y en la tercera llamada fueron entrando los histriones que,
durante todo el espectáculo, actuarían en el espacio del proscenio:
El trabajo
dramatúrgico de Luisa Josefina Hernández, organiza algunas
de las historias que los Mayas K’iche’ contaron sobre la formación del mundo,
de sus dioses, héroes, animales, plantas, hombres y mujeres como origen mitológico
del pueblo, de sus creencias religiosas y de su organización política y social, en acción dramática efectiva. En esto, el recorrido dramático se transmite, sin ningún inconveniente, al
público conocedor de la cultura Maya y del Popol Vuh o, incluso, a quienes se
encuentran por vez primera frente al cosmos que, mediante el manuscrito de tradición
indígena, escrito en formato bilingüe por el padre Francisco Ximénez, ha
llegado hasta nuestros días, desde el lejano tiempo entre los años 1725 y 1728.
La
recopilación de la tradición oral en caracteres latinos comienza, sin embargo,
con Fray Bartolomé de las Casas, situando al Chixibalbá “lugar de los muertos”
en Carchá; es decir, en la cancha de juego de pelota localizada en la Verapaz,
hoy San Pedro Carchá, en la región nor-central de la actual República Guatemala.
Digo esto,
porque resulta importante considerar que la cosmovisión de nuestra historia
mesoamericana y sus grandes civilizaciones no son fábulas viejas, honradas en
un pasado quieto y para el único servicio de curiosidades exóticas divertidas,
sino, memoria viva que, desde la imprescindible revisión histórica -además de
fenomenológica-, resultan supervivencias (Warburg) o fantasmagorías o
presencias latentes, más bien subsumidas por la modernidad mercantil, que nos pulsan el presente e, incluso, nos
permiten pensar en la necesaria praxis
para el futuro abierto, cuando todavía es preciso hacernos preguntas parecidas
a las que Carlos Fuentes se hiciera en su “Terra Nostra” sobre el capítulo titulado
“El Teatro de la memoria”: ¿Tendrán estas tierras la segunda oportunidad que
les negara la primera historia? ¿Conoces al menos ese espacio donde todo lo que
no ocurrió espera la coincidencia de dos tiempos para cumplirse?
…pues sabiendo lo que no fue, sabremos lo que clama por ser:
cuanto ha sido, lo has visto, es un hecho latente, que espera su momento para
ser, su segunda oportunidad, la ocasión de vivir otra vida. La historia sólo se
repite porque desconocemos la otra posibilidad de cada hecho histórico: lo que
ese hecho pudo haber sido y no fue. Conociéndola, podemos asegurar que la
historia no se repita; que sea la otra posibilidad la que por primera vez
ocurra.(691)
Y, debo
decir que estas perspectivas utópicas se encienden cuando el público de a pie
-no el del gremio artístico- abarrota los asientos, con la generosidad
afectuosa y risueña que nace de las ganas de saber sobre nosotros mismos y de convocar
a la experiencia de una dimensión estética liberadora.
Estar ahí,
entonces, me hizo soñar en la posibilidad de que un teatro comprometido -o cualquier
otra práctica artística-, bien hecho, rigurosamente armado para el deleite y la
belleza del encuentro fecundo, pueda inundar, algún día, cada sala y auditorio y
explanada de los edificios históricos, de las escuelas de arte, de los museos y
los palacios, centros culturales y mercados, con la reflexión crítica, histórica
y concreta, de lo que palpita en nuestras calles, en las arquitecturas, en los
monumentos y en las antimonumentas; de lo que cuenta, vive, resiste, lucha y se
transforma como amasijo de serpientes (Warburg) en la multiplicidad de tiempos
que nos habita la vida.
Río revuelto
de instantes infinitos, como sucede que es el mito del Popol Vuh, en el choque
violento o el encuentro lúbrico y fértil de una serie de historias, donde la imaginación
del pueblo Maya y su narración sobre los héroes míticos que se aventuran al
inframundo revela la realidad prehispánica del pueblo K’iche’ e, incluso, su influencia
nahua con el Mitnal o Xibalbá, en tanto proceso histórico de larga duración que,
también, hace tejido entrelazado con el concepto del infierno cristiano (entre
otras cosas), pues, es núcleo duro de la tradición mesoamericana que, sin
embargo, fue abierto para su permanencia y perseverancia hasta estos días, por la “Apologética” de las Casas o “La relación de las cosas de Yucatán”
de Fray Diego de Landa y demás creadores e investigadores, más actuales, como
Ricardo Romero en su libro “El inframundo de los antiguos mayas”.
El público quiere
y llena el auditorio con ese deseo y, para hacérselos cumplido, para hacernos y
autoproducirnos a nosotros con ellos en la misma querencia, se hace preciso el
cuidado amoroso, la entrega responsable; donde, sí, en efecto, haya espacio
para la broma y el juego, pero, también, para la nueva seriedad (Benjamin) que
nace de la fiesta, por ser mundo renacido traído de las entrañas del infierno.
Popol Vuh de
Luisa Josefina Hernández, con la dirección de Eduardo Contreras Soto, se
presenta los sábados 2,9,16,23 y 30 de agosto, a las 13 horas, en el Auditorio Jaime
Torres Bodet del Museo de Antropología. Entrada libre.
Comentarios
Publicar un comentario
Nos interesan tus comentarios...